Resulta curioso ver cómo en esta era de la información quedan al alcance del vulgo saberes que antaño sólo manejaban unos pocos privilegiados. En el caso de la viticultura, este fenómeno tiene su particular reflejo en los llamados vinos de garaje. El hecho no es nuevo, pero cada vez atrae a más amantes del asunto vinícola. Se trata de producciones pequeñas, artesanales y con escasos medios que demuestran, de paso, que no hace falta poseer una bodega monstruosa ni gastar una millonada para elaborar un caldo bebible. Sin ir más lejos, el reputado Dominio de Pingus (D.O Ribera de Duero) nació en un garaje.
Ahora bien, ¿por dónde empezar? Lo primero que necesita un futuro bodeguero son materiales y herramientas. Las básicas en este oficio son, en primer lugar: depósitos, desde 100 litros en adelante, prensas, despalilladoras, estrujadoras, bombas, mangueras, embotelladoras, etiquetadoras y material de laboratorio; en segundo lugar, las barricas, mejor si son usadas porque salen más baratas y evitamos una invasión excesiva de la madera en el vino; y en tercer lugar, los corchos ya que una mala elección en los tapones puede arruinar todo el trabajo de un año.
Claro que en la consecución de un buen vino intervienen muchos más factores. El clima puede convertirse en un gran aliado o en un feroz enemigo y una tormenta o una helada, por ejemplo, pueden arruinar una cosecha en cuestión de minutos. El cielo es caprichoso. También importa, y mucho, la antigüedad de la vid, el tipo de uva, la calidad de la tierra, etc. y, por supuesto, el factor humano.
Por eso aquí recogemos un caso paradigmático , el de Alfredo Maestro Tejero, un viticultor vallisoletano que comenzó su andadura trajinando con la bebida del dios Baco en un garaje de Peñafiel, Valladolid, y a fuerza de leer libros de enología y hablar con bodegueros y otros apasionados como él se ha convertido en un experto. «Empecé con los vinos en el año 98 plantando un primer viñedo en Peñafiel por inquietud personal. Aprendí con bibliografía especializada, de forma autodidacta, y practicando mucho, claro», comenta Alfredo. Hoy, su tesón se ve recompensado con la admiración de muchos aficionados y reconocimientos de la crítica, como la reciente Mención de Honor concedido por el mundo vino a los mejores vinos de 2012 por su Castrillo de Duero 2010.
Y es en Navalcarnero, al sudoeste de Madrid, área tradicional de viñedos y bodegas capitalinas, donde Alfredo Maestro, al alimón con José María Correal, muestra la anatomía ideal de un vino de garaje y de los mínimos imprescindibles para conseguir algo de calidad que echarse al buche: una finca con 1000 cepas de uva tempranillo, un laboratorio, una zona de vinificación para la recepción de las uvas y despalillado que también acoge los depósitos, unas barricas de roble francés para la decantación y la crianza, una cueva de crianza, zona de embotellado y sala de catas y visitas.
Así, en medio de un paisaje de suaves lomas y tierra arcillosa se obra el milagro. «El vino empieza en la viña, en la cepa. Desde que plantas la primera viña pasan entre 3 y 5 años para conseguir una uva aceptable y aquí no hay que escatimar recursos, el objetivo es lograr una uva sana y lo menos intervenida para que dé la imagen más fiel del entorno, para que toda esa información se transforme en vino», aclara Maestro, quien defiende la elaboración natural, sin pesticidas ni herbicidas. «La tierra tiene que estar viva. Yo meto una pala en este terreno y salen lombrices. Trabajando en consonancia con los planetas, con la luna, principalmente», apunta el viticultor.
Por supuesto, cualquier enólogo que se precie debe efectuar controles en el laboratorio. Así se analizan aspectos técnicos de la maduración de las uvas como el ph, la acidez volátil y el grado de alcohol probable viendo la cantidad de azúcar (con el desímetro). Una vez llega el momento de la vendimia, en septiembre, las uvas se trasladan en cajas de 20 kilos a la mesa de selección, donde se quitan las hojas, las uvas podridas y se escogen los mejores racimos. De ahí a una despalilladora que separa el raspón y estruja la uva y saca los granos del fruto. Luego se bombea al depósito para la fermentación espontánea (que dura un mes).
De aquí, en el caso de los tintos, se pasa a una segunda fermentación llamada maloláctica (otro mes), donde el ácido málico se transforma en ácido láctico y las bacterias hacen el vino más redondo, más bebible, «sería un vino joven y afrutado pero todavía quedarían restos, impurezas, por eso se necesita la fase de decantación. Nosotros lo hacemos en barricas de roble francés, por la microxigenación y los aromas que aporta la madera. De forma natural, con el frío del invierno, bajan las impurezas y vaciamos y limpiamos varias veces las barricas hasta que ya queda limpio y pasamos a la fase de crianza en las cuevas», indica Alfredo.
Y de ahí al capítulo final en las cuevas donde se obtienen unas cualidades de temperatura (alrededor de 13º) y humedad constantes (60-70%) y permiten que el vino no sufra ni tenga variaciones organolépticas. En las barricas el vino suma otras características con más microxigenación: aromas, taninos, etc. y siempre será el enólogo el que decida el período de crianza. El origen del roble, en este caso francés, también contribuye a definir el carácter del vino y aquí cada maestro aplica su receta. «A mí me gusta que el sabor de la uva siempre vaya por delante de las maderas. El vino viene de una fruta y a eso debe saber», recalca Alfredo.
Tras el embotellado, el caldo sigue su evolución dentro del cristal. Como apunte final, hay que tener en cuenta que los costes suben cuando se apuesta por la calidad: buenos corchos, mejores botellas, etc., si la intención es comercializarlo, claro, aunque uno siempre se puede acoger a esa famosa sentencia del escritor británico Gilbert Chesterton: «Si el vino perjudica sus negocios, deje sus negocios». Y disfrute del vino.